25 de mayo de 2013

ANOCHE SOÑÉ QUE VOLVÍA A RONCHAMP



Lo confieso: este blog nunca se concibió como un espacio sobre literatura y nada más. Quien espere encontrar únicamente reseñas de algunas de las obras que leo y semblanzas de mis escritores predilectos, y cualquier otro campo o contenido le aburra o le parezca una patochada, que huya rápidamente. Este rincón lo utilizo especialmente para escribir sobre libros, sí, pero solo porque la lectura ocupa la mayor parte de mi tiempo libre; no obstante, mis intereses van mucho más allá. Y entre todo aquello que despierta mi curiosidad y fascinación están los viajes y el arte. Así que alguna entrada sobre ello ha tenido que brotar.

Una vez hecha esta aclaración, vayamos al asunto… 

En lo alto de los bosques de Cherimont, en Francia, se esconde un tesoro arquitectónico que no aparece a primera vista. Se trata de la capilla de Notre-Dame-du-Haut de Ronchamp.

Este lugar cercano a Belfort era un centro de peregrinaciones que fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Y en 1950 decidieron encargar el proyecto de la nueva capilla al arquitecto franco-suizo Charles-Edouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier. 

Hasta aquel momento, Le Corbusier solo había proyectado edificios civiles y trabajado sobre problemas de urbanismo; le habían hecho famoso obras como el Pabellón Suizo de la Ciudad Universitaria de París (1931) o la Unité d´Habitation en Marsella (1947). Por eso dudó cuando le encargaron la construcción de esta capilla, pero finalmente decidió llevar a cabo el proyecto tras visitar el lugar, un espacio que marcaría el estilo de la obra -estilo que se aleja de los principios que rigen sus anteriores creaciones- y que daría lugar a un conjunto arquitectónico cuya disposición y efecto recuerdan a la Acrópolis de Atenas. 

          El conjunto está formado por varios elementos: la capilla, que lo preside, la explanada, la residencia de los monjes, una pirámide conmemorativa y el campanario, que es una estructura independiente. La capilla está ubicada en la cima de la colina, de tal forma que no se puede ver hasta llegar allí.

Y desde que fue terminado no ha habido edificio en el mundo que se maldijese y alabase más que Notre-Dame-du-Haut. Se apartaba tanto de lo corriente que el propio Le Corbusier hablaba de una obra planeada con “temeridad, mas ciertamente con valor”. La total asimetría de la edificación, que hace pensar más en una escultura moderna que en un templo; la falta de campanario -las tres torres sirven únicamente de claraboya para los altares-; el techo de apariencia invertida, elevado por los bordes y hundido en el centro; el interior casi desnudo, que parece una “cueva sin montaña”… fue un conjunto que asustó a los críticos, por lo mucho que recordaba a Picasso. 

      Pero Le Corbusier no desmintió la relación: “El arte abstracto, que hoy despierta muy justificadamente tan ardientes controversias, es la causa de la existencia de la capilla de Ronchamp”. El arquitecto tuvo la suerte de hallar sus mayores defensores entre los que le habían encargado la obra. El dominico francés M. A. Couturier escribió: Primero se siente uno sorprendido ante  la extrema novedad de estas formas. Pero muy pronto se descubre que las superficies y formas se desarrollan con libertad y sensibilidad de organismos vivos, aunque al mismo tiempo quedan sometidas a la severidad que dirige la función y el objeto de lo orgánico. En todas sus partes se manifiesta el carácter sacro, y no en la novedad, sino en lo desacostumbrado de la forma.


 Vista parcial de la fachada sur, en la que se encuentra la entrada
principal, y fachada este, con una pequeña capilla al aire libre


Fachada norte, con una entrada secundaria y una escalera


Luces y sombras producen el curioso efecto espacial
 del interior de la capilla y una atmósfera de recogimiento
                                                     
                                       
Le Corbusier consiguió su objetivo: una edificación funcional adaptada a la naturaleza del lugar, que intenta cumplir su cometido del mejor modo posible. Pero además, Notre-Dame-du-Haut es, como dijo su creador: “Un recipiente del sosiego, de la elegancia. Un deseo de alcanzar con el lenguaje de la arquitectura los sentimientos despertados en este lugar”.

16 de mayo de 2013

POESÍA Y NATURALEZA



La editorial murciana Tres Fronteras está llevando a cabo una labor a la que los lectores estaremos eternamente agradecidos. No solo se ocupa de publicar obras de escritores murcianos, dando a conocer el gran talento literario que hay en nuestra Región, sino que además se acuerda de autores excelsos que apenas han trascendido en nuestro país y cuyos libros son difíciles de encontrar.

Y así ha hecho con la escritora inglesa Kathleen Raine (1908-2003), editando una antología bilingüe de sus poemas, con el título Poesía y Naturaleza. La selección ha sido realizada por Adolfo Gómez Tomé, quien también se ha encargado de la traducción y del prólogo. Y el resultado es un poemario que lo tiene todo: una recopilación que nos permite, en unas cien páginas, conocer la trayectoria y evolución de esta autora; una introducción en la que se desvelan aspectos de su biografía y de su modo de entender la realidad y la creación poética, los cuales nos ayudan a  interpretar su obra; y una traducción en la que no se pierde el espíritu y sensibilidad de los versos en su lengua original, algo realmente difícil de conseguir, especialmente en el género lírico.




Como señala Gómez Tomé, Kathleen Raine mantuvo siempre su propia voz, alejándose de las corrientes de la poesía europea moderna e inclinándose por la búsqueda de la trascendencia. Su concepción filosófico-religiosa estaba influida por las ideas platónicas y el misticismo, considerando que a través de la imaginación se puede percibir el mundo superior, del mismo modo que somos capaces de percibir el mundo sensible -la realidad  interior y exterior son una sola, el mundo en armonía con la imaginación-. Asimismo, profunda conocedora de la lírica romántica inglesa, la escritora refleja en sus poemas la influencia de la misma, especialmente la de su maestro William Blake.

Y lo curioso es que Raine no necesita artificios ni acudir a las grandes palabras abstractas para transmitirnos sus emociones y sus preocupaciones metafísicas, sino que lo hace empleando un lenguaje sencillo y partiendo de elementos cercanos. Una brizna de hierba, un ciervo, las nubes o los bosques se convierten en el medio a través del cual mostrar su visión del mundo.

Sus recuerdos de la infancia en el norte de Inglaterra, durante los años de la Primera Guerra Mundial (“Yermo”, “Mensaje desde casa”); su madre, que siempre la animó a escribir (“Reliquia familiar”, “Tu don fue la ociosidad”, “La hoja”); su admiración por la civilización oriental y su inquietud ante el devenir de la nuestra (“Himno milenario al dios Shiva”); su concepción de la naturaleza, que recorre la mayor parte de sus poemas… Todo ello en una breve obra que condensa el sentir de esta escritora.


He de vivir, he de morir,
soy la memoria de todo deseo,
soy las cenizas del mundo, y la llama del fuego.